lunes, 2 de octubre de 2017

En defensa de la religiosidad

Sebastián Jans

La Ley 19.638 que Establece Normas sobre la Constitución Jurídica de las Iglesias y Organizaciones Religiosas, más conocida como Ley de Cultos, promulgada en octubre de 1999, sin duda fue un avance significativo para garantizar los derechos de conciencia de las personas, aun cuando para las iglesias minoritarias o emergentes quedó la sensación de la mantención de privilegios que pueden ser calificados de obscenos, sobre todo en el tratamientos órganos del Estado en relación a un culto específico.
Por ejemplo, el privilegio protocolar de las autoridades religiosas católicas por parte del Estado, el privilegio de ciertas ramas de las FF.AA. en favor de lo católico, la existencia de un Obispado Católico en el Ejército, o aquellos referido a cuestiones patrimoniales, la propensión de los alcaldes y otras autoridades del Estado para favorecer la presencia católica en el espacio público, etc.
Sin embargo, desde un punto de vista general, la ley favorece la libertad de cultos y la emergencia de opciones religiosas, sin mayor control de aquello que tibiamente proponen los artículos del 13 al 20.
Sin embargo, valorando la significación de esa ley, en su contexto histórico, ya hay experiencia suficiente respecto de esa normativa para entrar a un debate que ayude a proteger a las religiones y a la religiosidad de su fin específico. La religiosidad es un derecho y como tal debe ser protegido no solo por el Estado y frente al Estado, sino también de aquello de amenace el propósito mismo que la ley garantiza.
Esto sobre la base que la religión y la religiosidad han estado siendo utilizadas con fines que escapan a los propósitos de la Ley de Cultos. Dado el impacto que tienen determinadas acciones de quienes usan el liderazgo religioso con otros fines, lo que corresponde es que la máxima bíblica de dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios, oriente una revisión acabada de la Ley de Cultos.
Es importante que lo terrenal sea debidamente normado y regulado, y lo que corresponde a lo específicamente espiritual, goce de la más amplia protección legal y quede libre de cualquier regulación, pues corresponde al total y pleno ejercicio de la libertad de conciencia.
Por ejemplo, el ejercicio religioso debe quedar cautelado de cualquier alcance con cuestiones que tienen que ver con el poder temporal y terrenal. Así, ninguna autoridad religiosa debe tener privilegios en su incursión en temas fuera del ámbito de lo religioso. De este modo, no puede haber liderazgos religiosos incursionando en política contingente. Quien ejerce ministerio religioso no puede participar en contiendas políticas. La calificación del Ministerio religioso debe cumplir con ciertas exigencias, sobre todo en relación a su ejercicio en la existencia efectiva de una comunidad religiosa propiamente tal, compatible con la ley.
También debe haber una mayor regulación en lo referente al patrimonio, ya que determinadas entidades religiosas pareciera que se  orientan al desarrollo patrimonial, antes que a los fines religiosos propiamente tales. No puede ser la actividad religiosa un medio para que determinados liderazgos religiosos busquen su propia opulencia, sobre la base de la fidelidad religiosa de la comunidad creyente que conducen.
Tampoco el Estado debe dar tratamientos de privilegios fundados en la tradición, sobre todo si la separación de la Iglesia y el Estado se verificó constitucionalmente ya hace 92 años.
Corresponde entonces, en bien de la legítima y verdadera religiosidad, que las autoridades y quienes aspiran a serlo, comprometan su voluntad de tener una Ley de Cultos que corrija lo que fue concebido como un derecho indiscutido e indiscutible, pero sobre la base de preservar ese derecho de quienes lo quieren utilizar para imponer sus particulares intereses personales, o los de grupos de poder con intereses propios del César y no en coherencia con los intereses sublimes de Dios.

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