lunes, 23 de enero de 2017

Sobre laicismo y laicidad

Sebastián Jans 


Los debates recientes por la libertad de conciencia, en España y Uruguay, principalmente, pero no menos significativos en Turquía, India, México y Perú, han evidenciado la trascendencia que adquiere para la convivencia y el respeto a la diversidad, lo que, en la tradición latina, llamamos “laicidad”. En la tradición inglesa, en tanto, tiende a hablarse de “secularismo”. 
Es significativo que ambos conceptos, en sus variables culturales y lingüísticas, vienen en señalar con claridad lo que sustantiva y adjetivamente expresan, para la solución de conflictos políticos sustentados en ideas religiosas.
Sin embargo, no faltan los que se interesarían en que no haya claridad conceptual. Hace ya algunos años, personeros religiosos católicos y sus exponentes confesionalistas, han tratado de generar una confusión, a partir de apreciaciones tendenciosas de los conceptos “laicidad” y “laicismo”. 
En el caso de laicismo, la definición de la RAE, indica las siguientes acepciones: independencia del individuo o de la sociedad, y más particularmente del Estado respecto de cualquier organización o confesión religiosa; y, luego, condición de laico. En el mismo contexto, expresa que laico, es un adjetivo, que se usa también como sustantivo que indica aquello que no tiene órdenes clericales, o que es independiente de cualquier organización o confesión religiosa.
Ciertamente, la RAE está en deuda respecto del vocablo “laicidad”, que tiene la particularidad de ser usado a veces como adjetivo pero que es, en propiedad, si aplicamos la regla lingüística española  de las palabras terminadas en el sufijo “dad”, un sustantivo abstracto que indica una cualidad, a partir de un adjetivo (en este caso “laico”).
 Hace poco nos han referenciado a nuestro blog, una columna de opinión de un conspicuo personaje español, donde afirma con desparpajo tendencioso o garrafal desconocimiento, que no existe consenso académico ni jurídico ni lexicográfico de su significado último, diciendo que se entendería que “laicidad” se refiere al Estado laico, neutral o aconfesional, y que laicismo se refiere a un Estado hostil y anticlerical.
Tanto disparate, repetido antes, también por personajes religiosos católicos, no se condice con lo que académicamente se está produciendo en el mundo de las lenguas de raíz latina en torno a esos conceptos, y lo que los usos lingüísticos han hecho prevalecer en la acción comunicativa cotidiana.
De hecho, instancias gubernamentales tienen definiciones específicas que son necesarias de tener en cuenta antes de caer en apreciaciones que evidencian el desparpajo de la ignorancia. Por ejemplo, en la página web gouvenmement.fr es posible tener una clara indicación de lo que es la laicidad.
La laicidad – indica - descansa en tres principios: la libertad de conciencia y libertad de culto, la separación entre instituciones públicas y organizaciones religiosas, y la igualdad de todos frente a la ley, sin consideración de sus creencias o convicciones. La laicidad garantiza a los creyentes y no-creyentes, el mismo derecho a la libertad de expresión de sus convicciones. Asegura tanto el derecho a cambiar de religión como el de abrazar una religión. Garantiza el libre ejercicio de cultos y libertad de religión, y también la libertad con respecto a la religión: a nadie se le puede obligar por ley a respetar los dogmas o prescripciones religiosas”.

Eso por cierto, solo incomoda y perturba la comprensión a quienes se desandan con la diversidad, y cuando sienten amenazada su hegemonía. Eso explica las confusiones premeditadas.

El viernes oscuro de la historia de la democracia

Sylvie R. Moulin
Terminó la cuenta regresiva. Ya es un hecho. Después de contar los días, no como el niño que espera su fiesta de cumpleaños, sino como el soldado que mandan al frente, ya vivimos el día tan temido del paso de mando. Trump está instalado en el Despacho Oval de la Casa Blanca y declarado 45° presidente de los EEUU.
Al fin, su equipo logró armar una celebración más o menos completa, cuando numerosos artistas sencillamente se negaron a participar. De todos modos, nunca sabremos los detalles escabrosos detrás de la ceremonia. Empezaron los “faux pas” desde el inicio, Melany Trump llegando con un regalo para Michelle Obama, contra todo protocolo y entorpeciendo el inicio del encuentro. Por lo menos, le habían soplado que era de mal gusto, considerando su nuevo puesto, seguir usando solamente vestidos de su propia marca, sobre todo fabricados en China.
Durante toda la ceremonia, el nuevo presidente parecía prodigiosamente aburrido, con la mueca de mal humor que ostenta siempre y le va como anillo al dedo, mientras las crueles cámaras pillaban una y otra vez, justo detrás de su hombro izquierdo, los bostezos de su hijo de 10 años, aburrido también como era de esperar. El sentido común y la decencia nos obligan a preguntar cuál reglamento absurdo obliga a un niño de esa edad a “jugar al adulto” y alimentar los sarcasmos de los periodistas, pero esto es otro tema… 
La ceremonia también se destacó por sus figuras presentes y ausentes. Jamás, en toda la historia de los EEUU, un presidente había llegado al poder siendo ya tan impopular, y nadie trató de ocultarlo. Los últimos ex dignatarios, Bill Clinton, George Bush Jr. y Jimmy Carter, estaban en su lugar acompañados de sus esposas, mientras G.H. Bush había presentado excusas legítimas por razones de salud. De Hollywood, parece que el más icónico que aceptó asistir fue Jon Voight, quizás más conocido como el padre de Angelina Jolie. Por el lado de los músicos, estuvieron Toby Keith y Lee Greenwood, emblemas de la música country, y los grupos 3 Doors Down y The Piano Guys. En cuanto a las Rockettes, su participación se confirmó al último momento, después de muchas controversias, y solamente porque su sindicato no les dejó otra opción.
Para la anécdota, mencionemos que el único francés presente era Gérard Araud, embajador de Francia en EEUU, que tampoco tuvo otra opción y había declarado públicamente el día de la elección de Trump: “Es un mundo que se derrumbe frente a nuestros ojos”. Pero en fin, un cargo de embajador no es siempre un camino de rosas…
Ahora bien, la lista de los famosos que “se negaron” llamó mucho más la atención de las cámaras internacionales. Además de la impresionante lista de congresistas demócratas (unos 60 en total) y de figuras políticas como John Lewis, representante del movimiento americano de los derechos cívicos, los ausentes fueron numerosos en el mundo del cine y de la canción: Elton John, Céline Dion, Justin Timberlake, Andrea Bocelli, Rebecca Fergusson, porque no la dejaron interpretar un himno contra el racismo, Moby, porque planteó como condición que Trump publicara sus declaraciones de impuestos, y Jennifer Holliday, quien justificó su decisión por su apoyo a la comunidad LGBT.
Mientras tanto, en Nueva York, cuando la ceremonia de Trump estaba llegando a su apogeo, artistas y políticos convocaban a “100 días de resistencia pacífica”, una campaña liderada por Mark Ruffalo, Alec Baldwin, Cher, Robert de Niro, Michael Moore y Bill de Blasio (alcalde de Nueva York), con 25.000 personas llevando carteles que decían “Nunca mi presidente” o “20 de enero de 2017, el día en el que murió la democracia”.
Pero esto fue sólo un inicio y está lejos de terminar, pues ya empezó un movimiento de resistencia contra todas las pérdidas de valores y derechos democráticos,  en otras palabras, la amenaza que representa la investidura de Trump como presidente, no solamente en los EEU sino en el mundo. Porque los que no nos aburrimos y seguimos viendo la famosa celebración, tampoco pudimos evitar de sentir escalofríos.
Con la cara siniestra y la escasez de vocabulario a las cuales ya nos acostumbró, Trump, después  de agradecer a Barrack y Michelle Obama que calificó de “magníficos” – “magnificent”, su adjetivo emblema -, empezó a enfocar el discurso sobre la necesidad de un “esfuerzo nacional” para “reconstruir el país” y “confrontar las adversidades”. Expresó su preocupación por “transferir el poder desde Washington DC hacia vosotros, el pueblo de América”, y siguió, como buen magnate de negocios con una fortuna que nadie se atreve a imaginar y declaraciones de impuestos todavía sepultadas, lamentando que “el establishment se [haya] protegido a sí mismo pero no [haya] protegido a los ciudadanos del país”. Se lanzó brevemente contra la “carnicería” del crimen y las drogas, confirmando que “todo [iba] a cambiar”, que “América [iba] a empezar a ganar de nuevo, como nunca lo [había] hecho antes” y ofreciendo una simple solución: “Comprar productos americanos y contratar a americanos”.
La guinda en el pastel llegó cuando, en vez de proponer elementos concretos – que al parecer todavía le hacen falta -, aseguró que sus planes no podían fallar por dos razones claves: “Estaremos protegidos por los magníficos (sic) hombres y mujeres de nuestras fuerzas militares, y más importante, estaremos protegidos por Dios”. Bueno, no se puede citar el discurso entero, pero en realidad vale la pena estudiarlo con calma. En otro contexto, podría llegar a ser chistoso; en la situación actual, provocaría lágrimas de rabia. Y uno no puede evitar de preguntarse: ¿De quién se estará burlando con esta farándula?
Porque los que seguimos, mal que mal, la evolución del “día en el que murió la democracia”, lo vimos casi en directo, poco tiempo antes de asistir al famoso baile de la noche, firmar su primera orden ejecutiva contra el Obamacare (Ley para la Protección de Pacientes y Cuidados de la Salud Asequibles). Una de sus siguientes acciones, anunciada minutos después del discurso inaugural, será eliminar los planes contra el cambio climático y cancelar todos los tratados para proteger el medioambiente…
¿Darse por vencidos? Absolutamente no. Este mismo sábado, la “Marcha de las mujeres” en Washington y otras protestas programadas en los 50 estados, serán otras expresiones de la fuerza de los ciudadanos, y se juntarán a los “100 días de resistencia pacífica” y a otros movimientos de reprobación y marchas en EEUU y en el mundo. Lo peor que podamos hacer es ignorarlos. Porque lo que está sucediendo ahora no es solamente problema de los norteamericanos, es de todos nosotros. 

La Pontificia contra el Estado

Gonzalo Herrera

     Sintiéndose agraviada, la Pontificia Universidad Católica de Chile ha presentado una demanda contra el Estado por incumplir la ley que establece la entrega de Aporte Fiscal Indirecto (AFI) a las universidades. Arguye el rector Sánchez  que se trata de una “normativa vigente, creada como ley de financiamiento permanente, orientada a fortalecer a las instituciones con alto desempeño y preferencia entre los estudiantes”. Pero el rector omite señalar que la decisión de no entregar recursos para el AFI fue sancionada por el Congreso, con una amplia mayoría integrada por parlamentarios de todos los sectores, durante la pasada tramitación de la Ley de Presupuestos.
     Habiéndose instituido durante la dictadura, el D.F.L. N° 4 de 1981 que estableció este financiamiento, tenía como objetivo aumentar la calidad de la educación en la lógica de mercado del modelo económico impuesto: la competencia entre las instituciones y su capacidad para captar a los mejores alumnos que postularan al nivel superior. De esa manera, subvencionaba aranceles a través de un aporte monetario —en 2015, último año que operó a plenitud, canalizó alrededor de $ 25.000 millones— de acuerdo al número de matrículas que las instituciones lograran entre los 27.500 mejores puntajes en la PSU. El monto anual era asignado por la Ley de Presupuestos del Sector Público,  que  fue la que redujo este aporte a la mitad para el 2016 (destinando el otro 50% a financiar gratuidad y becas), eliminándolo en forma total para el presente año.
       En las propias palabras del rector está la razón de por qué el Gobierno haya decidido quitar el AFI. El “fortalecimiento de las instituciones con alto desempeño”, en conceptos de Sánchez, ha sido posible a través de un flujo ascendente de recursos públicos a las universidades privadas, transformándolo en un instrumento regresivo al favorecer inequitativamente a los planteles que acogen a los alumnos de familias con mayores recursos del país. Es historia sabida que al amparo de la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), publicada al inicio del periodo post dictadura, en marzo de 1990, y derogada recién en 2009, surgieron poderosas empresas en torno a la educación, las que constitucionalmente podían aceptar la participación de sociedades de inversionistas, lo que hizo del lucro su objetivo central.
      A través de los años, la evolución del aporte ha ido confluyendo cada vez más a las universidades privadas, pertenezcan o no al Consejo de Rectores (CRUCh). Estas, en 1990, percibían el 52% de los recursos entregados bajo el ítem AFI, mientras las estatales recibían el 45%. Ya en el 2014, el porcentaje se alzaba al 65% para las privadas, en tanto las estatales debieron repartirse el restante 35%. Estas cifras son coherentes con las entregadas por CIPER, que señala que el año 2015 el 66.5% de la totalidad de los recursos fiscales para Educación fue al sistema privado (incluyendo universidades pertenecientes y no pertenecientes al CRUCh), mientras las estatales obtuvieron el 33.5%. Los recursos totales recibidos por las privadas se desglosa en un 26.6% para las que integran el CRUCh y un 24.7% para las privadas no tradicionales.
      Resulta un acto de hipocresía inaceptable que los sectores políticos y empresariales que permanentemente se han opuesto a la reforma educacional, intenten desconocer que todo lo obrado hasta ahora en esta materia, en todos los niveles, con excepción tal vez de la educación preescolar, ya sea por convicción o incapacidad, ha contribuido a imponer en el país una educación con criterio de mercado. Como analizábamos anteriormente, miles de millones de dólares se inyectan cada año a instituciones que luego se transan en el mercado, incluyendo a alumnos y profesores como bienes, que carecen de toda regulación financiera, y a las que hasta hace muy poco no se les exigía parámetros mínimos de calidad. Y que lo que en definitiva se defiende es la mantención de privilegios como es la subvención estatal, que permite el enriquecimiento de grupos económicos, incluso extranjeros, a través de la educación, o bien, la mantención de corporaciones universitarias de alto prestigio claramente orientadas a la formación de líderes para la élite que dirige los destinos del país, con evidentes sesgos ideológicos inspirados en la mirada neoliberal y/o en concepciones religiosas.
      La dictadura transformó el Estado docente en subsidiario, y luego, en democracia, los partidos políticos que habían sido opositores a aquella, contribuyeron decisivamente en ensamblar un complejo modelo en que la educación privada terminó siendo financiada por el Estado, todo ello en nombre de la “libertad de enseñanza”. Entonces surge la pregunta: ¿a quién o a quiénes sirven las universidades privadas?
     Una universidad privada, si recibe financiamiento del Estado, debería demostrar permanentemente su vocación de rol público, de manera que la producción de conocimientos (en sus tres expresiones: docencia, investigación y extensión) se oriente al bien común y que trasparentemente se ponga  a disposición de toda la sociedad. No ha sido esta precisamente la aptitud manifestada por la Pontificia Universidad Católica, particularmente cuando el rector Sánchez se ha permitido desafiar lo que podría llegar a ser ley de la República, el actual  proyecto de despenalización del aborto bajo causales determinadas, negándose de antemano a realizar abortos en los centros clínicos de esa Universidad (mantenidos con fondos de todos los chilenos), y a contratar a personal médico que no adscriba a los principios valóricos de la iglesia católica. Dado el lugar que ocupa la Universidad Católica, la mejor calificada del país, en la estructura socioeconómica nacional, cuesta desagregar esa determinación de su condición emblemática dentro de la clase dirigente, y de su afán de servir ideológicamente al sector más conservador de nuestra sociedad.
     Y podríamos continuar, ¿a quién o a quiénes sirven la Universidad del Desarrollo, controlada por el grupo Penta y otros connotados políticos de la UDI; la Universidad de los Andes, doctrinaria del Opus Dei; la Universidad Finis Terrae, propiedad de la Congregación de los Legionarios de Cristo; la Universidad Mayor, cuyo directorio está formado por destacados excolaboradores de la dictadura? Probablemente nunca tendremos de ellas una respuesta tan honesta coma la de la modesta Universidad Adventista de Chile, que manifiesta formalmente tener por misión “la entrega de una educación fundamentada en principios y valores cristianos que se desprenden de las Sagradas Escrituras”.
La PSU, a juicio de todos los expertos en educación, dejó de ser un instrumento predictivo válido respecto a la aptitud del postulante para la educación superior. Sus resultados no reflejan necesariamente habilidades cognitivas, sino que dependen principalmente del estrato socioeconómico del estudiante, específicamente del nivel cultural en que crece y se desarrolla. De manera que el AFI, al basarse exclusivamente en los puntajes obtenidos en la PSU, “hereda” esta desigualdad, discriminando a los alumnos de menor nivel socioeconómico. Es un dato estadístico que los alumnos del quintil de mayores ingresos generan más del 56% de los recursos del AFI a las universidades.
      De modo que la iracundia del rector Sánchez, que lidera en esta demanda a las otras universidades privadas, no responde a un detrimento causado por una acción ilegítima del Estado, sino a la soberbia del poderoso que considera que los privilegios adquiridos son eternos e intangibles, negando toda posibilidad de avanzar hacia una más justa distribución, disminuyendo en parte la desigualdad que impera en la sociedad.
      Por último una anécdota digna del mejor teatro del absurdo. A lo menos tres senadores que votaron a favor de no otorgar recursos al AFI en la discusión del Presupuesto, aparecen ahora apoyando la demanda de la Pontificia. Como diría un plumífero personaje chileno: ¡Exijo una explicación!