domingo, 29 de marzo de 2009

Los enemigos políticos del laicismo



Carlos Leiva Villagrán

El rechazo del laicismo a la intromisión religiosa en las decisiones del Estado es la aplicación de un principio más amplio, que es el de la independencia de las decisiones públicas de toda injerencia corporativa. La caracterización que se hace del laicismo, asumiendo como su objeto exclusivo el rechazo del intervencionismo religioso, corresponde a una versión parcial del laicismo, que se entiende muy justificada, por cierto, en el hecho de que el clericalismo religioso ha constituido la forma histórica más tenaz y persistente de intromisión corporativista en las decisiones del Estado. Sin embargo, en una concepción ampliada de laicismo, más acorde con los fenómenos políticos y sociales de los últimos 100 años, el rechazo al clericalismo religioso no es el único ni el definitorio del hacer laicista.
El laicismo encuentra su formulación más general en un rechazo a todos los particularismos que procuran incidir en las decisiones políticas en virtud de su particularidad. El desarrollo de la vida moderna ha traído nuevos fundamentalismos, no sólo religiosos, sino también políticos y económicos, que bien pueden ser equiparados al clericalismo religioso. La incidencia de los racismos y de los nacionalismos, por ejemplo, que procuran una participación política derivada de su razón particular, se oponen al laicismo, en la misma medida que lo hacen las religiones. El laicismo, a diferencia de lo que se conoce como corporativismo o comunitarismo, fundamenta la participación política en el individuo y en su adscripción a las decisiones políticas a través de instituciones no fundadas en el interés particular de un grupo, sino en el interés general.
De este modo, se oponen al laicismo no sólo las religiones que aspiran directa o indirectamente a la conducción estatal, sino también agrupaciones de diverso tipo, que en función de una particularidad como la raza, en el caso del nazismo, o la nacionalidad, como en el caso de los líderes serbios de fines del siglo XX, o la clase social, como en los partidos pro dictadura del proletariado, tienen pretensión de dominio político, con el propósito de imponer un interés particular por sobre el interés general. En estos casos, el racismo, el nacionalismo y el clasismo son, a efectos de una consideración laica ampliada, similares a las religiones con pretensión política.
Del mismo modo, se oponen al laicismo las ideologías que procuran hacerse del Estado, y constreñir la sociedad civil a sus dictados, en tanto el carácter laico del Estado implica la existencia de una sociedad civil en la que puedan expresarse todas las espiritualidades, ideologías, y libertades, en las inimaginables formas en que la sociedad puede gestar asociaciones y manifestaciones,. En esta línea, los totalitarismos del siglo XX, como el fascismo o el comunismo, especies de clericalismo político, son opuestos al laicismo, para el que resulta inaceptable una premisa como la de Mussolini "todo dentro del Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado". El laicismo implica una sociedad civil de libertades garantizadas.
Pero hay también otra dimensión del laicismo, que proviene de su raigambre republicana, y dice relación ya no con los corporativismos de pretensión política, ni con los totalitarismos, sino con la forma en que las diversas ideologías preconizan la integración de los individuos a la sociedad política.
El laicismo constituye una postura de inclusión y participación ciudadana en las decisiones públicas. Este aspecto, esencial en el republicanismo, enfatiza la libertad como "no dominación" o como autonomía del sujeto. Conforme a esta visión, el ciudadano conquista su libertad en la medida en que, siendo un ente eminentemente social, concurre a la decisión pública o a la formación de la ley, que es la que le da su libertad. Siguiendo a Rousseau, el hombre es libre porque obedece a una ley que él mismo se ha dado. El laicismo, en consecuencia con el republicanismo, apela a la formación de la virtud cívica en el ciudadano, que se traduce en promoción de la participación ciudadana en las decisiones públicas, bajo los principios de libertad, igualdad y justicia, y en la mantención de un Estado como fuente de las libertades públicas en la sociedad civil.
De la visión republicana se distancia el liberalismo, que se basa en distintos conceptos acerca del hombre y de la libertad. Para el liberal, el hombre es por naturaleza un individuo al que se le concibe originalmente aislado, con derechos (la libertad y la propiedad privada entre otros) anteriores a toda asociación política, que se une con los demás para conformar un Estado que proteja sus derechos naturales. Esto es muy diferente al pensamiento republicano, para el cual el hombre es un ser esencialmente social, aún antes de toda sociedad política, y que crea al Estado como proyección de su carácter social, para fundar su libertad. El republicano asigna al hombre en sociedad la tarea de crear el Estado para obtener a través de él su libertad. El liberal, en cambio, crea el Estado para preservar sus derechos prepolíticos y se protege de él, para mantener su libertad individual.
De este modo, el liberalismo concibe a la libertad como una "no interferencia", esto es, como una ausencia efectiva de coacción. Si bien este concepto puede muchas veces coincidir en la práctica con el de "no dominación" del republicanismo, tiene una derivación bastante diferente en cuanto al modo en que se concibe al hombre en su relación con el Estado, para ser libre. Bajo el concepto liberal, el hombre se considera libre si el Estado "no se entromete" en su vida. Para el republicano, en cambio, el hombre es libre si tiene la posibilidad de participar en la formación de la voluntad política, que se da en el Estado, y decide, a través de su participación, a qué normas deberá someterse voluntariamente como hombre en sociedad. Por ello, para el republicano es esencial la formación de la virtud cívica, pues el más alto destino del hombre está en construir su libertad en el espacio público.
De estas diferentes concepciones se desprende que, para el liberal, el Estado debe ser mínimo; en todo lo que el individuo pueda hacer por su cuenta, debe procurar evitar que se inmiscuya el Estado. Para el republicano, en cambio, los hombres en sociedad deben definir, a través de su participación política en el Estado, lo que será manejado colectivamente y lo que será privado.
Cierto es que la distinción entre republicanismo y liberalismo se oscurece un tanto cuando se verifica su interrelación histórica, en que muchas veces ambas vertientes se han confundido en la práctica. En particular, la lucha contra el autoritarismo monárquico encontró regularmente unidos a republicanos y liberales. Concretamente, en nuestro país el liberalismo tuvo una honrosa historia de promoción de las libertades públicas, y aún de defensa y promoción del laicismo en la segunda mitad del siglo XIX, cuando políticos liberales, principalmente, impulsaron las denominadas leyes laicas, como las de cementerios públicos y de matrimonio civil, a través de duros e históricos enfrentamientos con los sectores políticos conservadores y con la jerarquía de la Iglesia. Cierto es, por tanto, que a pesar del concepto de libertad entendido como "no interferencia", y de un poder estatal entendido como mínimo, el liberalismo clásico no está fuera de la tradición laica en la medida que distingue y separa los planos de la economía y de la política, manteniendo para el Estado la ejecución de las funciones de interés general.
Sin embargo, con la aparición del neoliberalismo, entendido como el tipo de liberalismo fundado en las premisas de la teoría económica neoclásica y utilitarista de mediados del siglo XX, que pretende aplicar la lógica del homo economicus y de la libertad como "no interferencia" a todas las dimensiones de la vida social, el liberalismo se distancia de la vertiente republicana, hasta quedar en sus antípodas. El neoliberalismo generaliza la aplicabilidad del principio de subsidiariedad, y se alía así ideológicamente a la Iglesia Católica que define a este principio como uno de los 4 fundamentos de su Doctrina Social, poniendo en entredicho la antigua dimensión laica del liberalismo. Al acentuar el concepto de libertad asociado a un individuo aislado y "no interferido", el neoliberalismo promueve objetivamente la desvinculación del hombre con el hacer público, fomentando la desmotivación y apatía de participación en la ciudadanía, alejándose así del espíritu republicano y laico, y del ideal de virtud pública del ciudadano.
El neoliberalismo actúa con la pretensión de desmontar y minimizar el rol del Estado para, a través de la mercantilización de las relaciones sociales, transferir el poder efectivo a las entidades de poder económico que operan en la sociedad civil. Esto es simétrico, y concordante, con la acción de la Iglesia Católica, que procura, a través de la promoción del mismo principio de subsidiariedad, debilitar al Estado para que éste no interfiera en el poder social y en la hegemonía cultural que, con finalidad política, ella se forja en la sociedad civil. En definitiva, las pretensiones neoliberales de arrebatar al Estado y entregar a los privados la gestión de los asuntos de interés general constituye una especie de clericalismo económico, tan contrario al laicismo como las de las religiones que afectan la autonomía de decisión política de los Estados, o de los corporativismos que pretenden el dominio de su interés particular por sobre el interés general, o de los totalitarismos que se hacen del Estado y niegan la sociedad civil.
Distante de esas alternativas, el laicismo, situado desde siempre en la tradición republicana, promueve las opciones políticas que impliquen un Estado que sea garante de las libertades ciudadanas y de la tolerancia en la sociedad civil, el que sólo puede realizarse, por una parte, si la ciudadanía, formada en la virtud cívica, participa significativamente en la construcción permanente del instrumento que garantiza sus derechos, y, por otra, en la medida que el mismo Estado tenga la fortaleza suficiente para constituir eficazmente esas garantías para la sociedad civil.

domingo, 15 de marzo de 2009

A propósito de la excomunión por aborto en Brasil



Gonzalo Herrera G.

La crónica apareció escueta, reducida al limitado espacio que la prensa “seria” suele destinar a las noticias provenientes del tercer mundo. El arzobispo de Recife, José Cardoso, ha excomulgado a la madre de una niña brasileña de 9 años que fue sometida a un aborto inducido después de quince semanas de embarazo, tras haber sido violada por su padrastro. La pena canónica se hizo extensiva también al equipo médico que practicó la intervención, pese a que éste actuó en concordancia con la legislación de ese país, la que permite la interrupción del embarazo cuando hay riesgo de vida para la madre o tratándose de casos de violación.
La que podría aparecer como una medida apresurada y excesiva de un obispo fue prontamente corroborada por el cardenal Giovanni Battista Re, presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, con lo que se hace caer sobre dos víctimas, madre e hija unidas en el desgarro del ataque abusivo al interior del hogar, el peso condenatorio del poder de una Iglesia oficial cada vez más divorciada de los problemas reales de sus comunidades de base, particularmente las de Latinoamérica.
No es que la posición de la estructura de la Iglesia en relación al aborto nos sea desconocida o que se pudiera esperar una actitud más tolerante de su jerarquía frente a este caso. Lo que llama la atención es la relatividad moral de la norma que decreta la más drástica pena del código canónico a quienes se ven obligados a acudir al aborto como un mal menor, sin referirse ni condenar públicamente al agresor, en este caso el padrastro, confeso de abusar de la niña y de su hermana minusválida desde hacía varios años, para quien el arzobispo dijo no contemplar la excomunión. Benevolencia similar a la expresada por la Iglesia hace pocos días hacia el fallecido sacerdote Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, condenado por reiterados abusos sexuales a seminaristas.
La justificación del cardenal Re para el castigo es que “siempre hay que defender la vida”. La insensatez y falta de lógica del argumento – la prolongación del embarazo de mellizos en un cuerpo inmaduro de 1.36 metros de estatura y 33 kilos de peso ponía, según los médicos, en riesgo inminente la vida de la menor – sólo puede intentar escabullir la confrontación racional entre el sentido cotidiano de la existencia humana y aquellos valores abstractos mantenidos en la delectación de quienes miran al mundo desde el silencio de los salones vaticanos. No existe en la visión del cardenal sensibilidad alguna hacia las secuelas físicas y sicológicas de la niña-madre si hubiera llegado viva al momento de dar a luz, ni una reflexión acerca de los miles de hijos no deseados que van a parar a la calle, precisamente porque muchas madres impúberes no están capacitadas para criarlos.
Tras la pretensión de defender la vida, la familia y la sociedad, sin tomar en consideración la realidad muchas veces brutal de millones de víctimas de estructuras sociales injustas y opresivas, condición que bien conocen y con la que son consecuentes y solidarios muchos curas y religiosas de base, parece esconderse un alineamiento doctrinal que busca retraer a los individuos de las controversias provocadas por las tensiones de la sociedad moderna.
Temas como el aborto, el divorcio o la píldora del día después no surgen por imposición de científicos, pensadores o periodistas. Saltan al plano de la discusión porque responden a acuciantes problemas que afligen a muchos seres humanos, víctimas de atropellos a sus derechos fundamentales, entre los que la violencia de género y el abuso infantil conforman realidades de cada día. Abismantes son las cifras de abortos clandestinos en América Latina y países del Tercer Mundo, constituyendo un problema grave aunque encubierto de salud pública. Su condición misma de ocultación e ilegalidad hace imposible cuantificar los casos en Chile, aunque se estima que la tasa es de 50 por cada mil mujeres en edad fértil, en tanto que en países como Colombia y Brasil, que contemplan el aborto terapéutico en sus respectivas legislaciones, esta tasa es de 30 ó 40.
Está más que demostrado que la criminalización que se hace de las mujeres que recurren a este recurso extremo no resuelve el problema y, por el contrario, lo agudiza. Es urgente abrirse a un debate abierto y franco que considere los pro y los contra de la despenalización del aborto, libre de interferencias eclesiásticas y dogmáticas, en el que la sociedad civil confronte las diversas posiciones que existen sobre éste y otros temas valóricos, reconociendo la legitimidad de distintas consideraciones de conciencia, para fortalecer una sociedad más tolerante y solidaria.
Sólo así avanzaremos para que medidas tan aberrantes como la que comentamos dejen de causar impacto.