lunes, 23 de febrero de 2009

El derecho a una muerte digna




Danny Monsálvez Araneda

El caso de Eluana Englaro, debe colocar como tema de discusión ciudadana otro de los derecho fundamental: el de morir dignamente. Lo peor que le puede ocurrir a una sociedad, es tratar de ocultar, omitir, coartar, levantar algunos fantasmas o caer en caricaturas sobre el peligro que significa debatir este y otros temas de carácter valórico.
Aquellos que por razones religiosas, filosóficas, se autoproclaman defensores de la vida y representantes de la verdad, están en todo su derecho de hacer presente sus puntos de vista, incluso de aplicar (imponer) sus postulados a sus fieles y seguidores; pero otra cosa es querer imponer su visión a quienes -también- legítimamente tienen una interpretación distinta de la vida, del hombre y obviamente de la muerte. Por lo tanto, en un país donde conviven diferentes visiones, lo más lógico es que todas tengas legitimo y responsable derecho a expresarse y especialmente llevar a la práctica.
Temas tan importantes para el ser humano como el derecho a una muerte digna debe plantearse públicamente, desplazando aquella prohibición que algunos pretenden aplicar a toda la sociedad, como si el resto de los mortales fueran primates que no saben pensar y actuar y por lo tanto necesitan ser monitoreados en sus conductas y pensamientos.
Es más, pretenden hacer creer que promover el debate sobre estos temas es estar a favor de la muerte. Otros más osados apuntan sus dardos a las ideas del laicismo como los responsables y culpables de que exista la eutanasia o el aborto. No faltan quienes temerariamente sacan a relucir el tema del “relativismo moral”, como otro de los grandes pecados. Al parecer la luz de su verdad, es tan fuerte que los encandila y no los deja ver, peor aun pensar por si mismos.
Intentar presentar el debate sobre el derecho a una muerte digna como la lucha de la vida contra la muerte, no es otra cosa que una miopía intelectual, propia de un pensamiento dogmático. En ese sentido habría que ver quienes son los que realmente están a favor no de la vida, de la muerte, sino de debatir y contraponer (y no imponer) ideas o creencias.
Existen personas de “mente elevada y corazón libre” que desde sus particularidades realidades promueven el debate de ideas sobre estos temas, rompiendo el cerco mediático del pensamiento único basado en el dogma y una moral.
Finalmente, el padre de Eluana Englaro experimentó el dolor y sufrimiento en carne propia; por lo tanto, quien es uno (u otros) para venir a dar lecciones sobre la vida o la muerte.

(Publicada http://www.diariodeconcepcion.cl y
http://dgmagentedemente.blogspot.com/ )

jueves, 19 de febrero de 2009

Por una acción laicista en la sociedad civil




Carlos Leiva Villagrán


Para la teoría del laicismo, en la esfera de la sociedad civil, toda creencia religiosa, sin otra limitación que el respeto y la consideración por el prójimo, debe tener plena libertad para difundir su creencia, reclutar prosélitos, elevar templos y manifestar pública y privadamente su fe. La contrapartida de esta tolerancia en la sociedad civil es la absoluta prescindencia del Estado y de sus funcionarios, de consideración religiosa alguna, en la formulación y en la ejecución de la ley. De este modo, siendo prescindente, el Estado garantiza la tolerancia en la sociedad civil, la que es, en esencia, políticamente neutral.
El laicismo tiene raigambre moderna. El Estado que surgió en la Europa Occidental a la disolución del régimen feudal, y que derivó en el desarrollo de las instituciones republicanas, tuvo como característica la secularización de las instituciones hasta entonces dominadas por la Iglesia. Un proceso coadyuvante fue la Reforma religiosa que se desató a partir de las proclamas de Lutero en 1517, y que socavaron desde dentro el poder de la jerarquía eclesiástica. No fue sin embargo sino tras las guerras de religión, entre católicos y protestantes, que aterrorizaron a la población francesa durante los últimos 30 años del siglo XVI (matanza de San Bartolomé incluida), cuando se convirtió en convicción ciudadana que el Estado debía ser garante de la tolerancia religiosa (Edicto de Nantes de 1598). El catolicismo, siempre fuerte en Francia, debió someterse al nuevo acuerdo político religioso. En los siglos siguientes, el Estado moderno laico y los valores republicanos habrían de tener una mejor viabilidad en las sociedades de predominio protestante antes que en las católicas, siendo probablemente la inexistencia de una clase clerical en el protestantismo lo que hizo una diferencia respecto de la mayor posibilidad de desarrollar en ellas la libertad de conciencia en los ciudadanos.
El tema nos resulta relevante, pues Chile se inscribe dentro de los países de predominio católico, lo que ha constituido un inconveniente histórico mayor para la promoción de la libertad de conciencia. La Iglesia Católica, a despecho de los acuerdos oficiales que la separan del Estado, y que no han sido para ella más que opciones tácticas circunstanciales, no se ha resignado a dejar de presionar al poder político para que éste, a través de la ley, establezca como obligatorios, para todos los ciudadanos, los preceptos que emanan de su particular credo.
Por ejemplo, en la discusión sobre la eventual despenalización del aborto, en un utópico contexto en que la Iglesia Católica respetara la diversidad y la libertad de conciencia, ella debería excluirse de la discusión pública, y limitarse tan sólo a instruir a sus fieles que, conforme a la ley divina a la que ellos adhieren, la práctica del aborto les está prohibida. Pero no es así, la Iglesia, desde que dejó de ser una secta de perseguidos y se constituyó en la religión oficial del Imperio Romano en el siglo IV, ha actuado en función del poder, el que procura ejercer ya sea directa o indirectamente, y sus posturas sobre el aborto, la píldora del día después, la eutanasia, la fecundación in vitro y la clonación, entre otras, muestran su proverbial pretensión de acudir a la coacción estatal para generalizar el cumplimiento de sus postulados morales.
El poder actual de la Iglesia en nuestro país lo obtiene por medio de una hegemonía largamente trabajada en la sociedad civil. En la práctica, la Iglesia, a través de su organizada acción empresarial, educacional y social, actúa predominantemente con el objetivo disponer de mecanismos de poder económico y de influencia cultural en la sociedad y, por consecuencia, en el Estado. De este modo, la Iglesia actúa en la sociedad civil, presionando al Estado, a través de la hegemonía cultural que ella logra, al participar decisivamente en la formación de la conciencia de los ciudadanos en todas las etapas de la vida, y con el respaldo material que le da su alianza con el poder económico conservador. Es el acceso al poder social y político a través del dominio de la cultura, que se construye, con respaldo económico, desde la más lejana infancia en la conciencia de los niños, abortando el desarrollo de sus conciencias libres, y utilizando para ello la inoculación del miedo y de la culpa. El catecismo, que podría ser un inobjetable instrumento de formación para conciencias libres que autónomamente decidan adherir a una religión, es utilizado para sojuzgar por el terror las débiles conciencias infantiles, con un inconfesable propósito de poder.
Las organizaciones laicas, con razón, se han orientado a defender las decisiones del Estado de la intromisión eclesiástica, con la expectativa de doblegar la voluntad clerical, y ganar consenso ciudadano para resistirla en la educación, en la salud y en la cultura, y mantener viva la llama por la libertad de conciencia y por la autonomía de decisión de los ciudadanos.
Cabe preguntarse, sin embargo, si la constatación de que el carácter irrenunciablemente clericalista de la Iglesia Católica ha quebrado el carácter neutro que se suponía para la sociedad civil no obliga a fortalecer el laicismo en los mismos intersticios de la sociedad en que se enquista la base del poder clerical. Quizás no basta con situarse en las fronteras del Estado para defender su carácter laico. Si las entidades de sociedad civil, esto es la empresa, el comercio, el barrio, las sociedades de beneficencia, el deporte, la escuela, la universidad y otras, son abandonadas a su libre juego, no hay futuro para la libertad de conciencia. Es como el libre mercado: cuando aparece el monopolio se acaban los beneficios del modelo. La sociedad civil en Chile no es políticamente neutral pues se ha establecido en ella la hegemonía cultural eclesiástica, sustentada en el poder económico, y juega objetivamente a favor de la pretensión de dominio clerical sobre los poderes públicos. Quizás, entonces, el laicismo debería vérselas no sólo con la preservación directa del Estado de la influencia religiosa, sino también con disputar la hegemonía cultural de la Iglesia, actuando, por una parte, como competencia ideológica en los espacios de la sociedad civil donde ella se manifiesta, y promoviendo, por otra, políticas públicas que minen las instancias que proporcionan la base material para el hacer político del clericalismo.

lunes, 9 de febrero de 2009

LA REPÚBLICA NO ES CATÓLICA.




Sebastián Jans

Hace 83 años, luego de los debates y controversias que marcaron la agenda política chilena del siglo XIX, se produjo la separación de la Iglesia Católica y el Estado. Culminaba así un esfuerzo que comenzaron los propios Padres de la Patria por reducir el poder y la influencia de los clérigos sobre la cosa pública.
Sabemos que ese paso, como todas las decisiones políticas, no rompió con el pasado de un modo determinante, y el confesionalismo se las ha arreglado para seguir siendo un factor omnipresente en las decisiones políticas del Estado chileno. A veces con menos éxito, en otras con una capacidad extraordinaria para convocar en torno a sus objetivos a sectores del más variado espectro político, ideológico y social. Demás está decir que los sectores que se relacionan con el poder económico, tradicionalmente han estado comprometidos con los intereses políticos del confesionalismo - por tradición familiar, por vínculos del más rancio origen -, siendo un factor determinante en la recurrencia confesionalista y clericalista dentro de la sociedad chilena.
El maridaje tradicional entre las familias que controlan el poder económico en Chile - las antiguas familias patricias de origen colonial, el conservadurismo político-social, y los nuevos ricos prohijados por la economía neo-liberal -, con una visión tradicional de la religión y convencidos de su determinismo autoritario sobre la sociedad, encontraron terreno abonado en el proyecto refundacional de Chile impulsado por Pinochet.
La influencia de ideólogos del conservadurismo católico como Jaime Guzmán, fue decisiva para potenciar una idea de república bajo la égida confesionalista, como solo se había realizado bajo la restauración pelucona a partir de 1830. Pinochet, enfrentado al sector de la Iglesia que tenía un mayor compromiso secular, bajo el impulso del Concilio Vaticano II, desde el primer momento esbozó que su base de sustentación estaba en aquel clero que se vinculaba con el poder económico y con una visión más funcional al patriciado confesional, que había sido despojado del poder político por la mesocracia de manera progresiva desde 1938 en adelante.
El beneficio del tiempo histórico de la Iglesia Católica, bajo el Papado de Juan Pablo II, que significó un retroceso significativo de los sectores más seculares o conciliares, impulsando un fuerte viraje hacia el conservadurismo religioso, fue extraordinariamente favorable al proyecto pinochetista, que encontró un respaldo conceptual a su visión del poder político y de la sociedad.
Como modo de asegurar su proyecto, luego de su derrota en el plebiscito de 1988, se promulgó un conjunto de leyes, en aquellas áreas más sensibles, que aseguraran el poder confesional conservador y su influencia sobre la institucionalidad. De este modo, hay una malla de amarres institucionales, legales y constitucionales, que tienen a nuestra sociedad en punto muerto. Así, tenemos una de las sociedades más conservadoras y con mayor influencia confesional, no solo de América Latina, sino de todo el Hemisferio Occidental.
La idea de Guzmán y Pinochet fue fundar una república católica, como lo ha pretendido siempre el conservadurismo chileno, desde la época pelucona, y donde el patriciado tenga en sus manos todos los hilos del poder y la regimentación de lo social, bajo el sello católico. Ese sector ha logrado que institucionalmente toda la Iglesia jerárquicamente se vea involucrada en la defensa de las prebendas que el sistema genera, y que una visión unilateral, la del poder confesional, sea la que predomine incluso entre los clérigos que no la comparten y que les gustaría una Iglesia menos comprometida con el poder económico y su relación con el pinochetismo.
Así como los sectores del clero se incomodan ante la realidad de comulgar con las ruedas de carreta del conservadurismo confesional, cuya agenda valórica está recargada de resabios decimonónicos, resulta paradójico que quienes políticamente representaron una alternativa al pinochetismo y plantearon la agenda de la modernidad, estén en su mayoría anclados en el proyecto fundacional de la dictadura, y asuman la conducta patricia como una lógica consustancial de lo fundante de nuestra república. Ello se refleja en la constante cautelación de los planteamientos de una jerarquía eclesial que valóricamente es tremendamente sensible a cuestiones formales, pero que no tiene el mismo espanto frente a los nudos del autoritarismo que siguen vigentes de un modo determinante respecto del carácter del sistema político y económico.
Sin embargo, la experiencia enseña, y una de las lecciones que aprendió el propio peluconismo en el siglo XIX, fue que la república, como sistema de organización política, es por esencia no confesional. Ellos comprobaron que, ante una sociedad que era permeada por la modernidad, el sistema político no podía estar determinado por una concepción confesional hegemonizada por los clérigos. Las discrepancias con el clero, que vivieron Montt y Varas, fueron la señal de que el sistema político debía abrirse a una diversidad inevitable.
Si los despotismos de hace tres siglos eran coherentes con una caracterización religiosa, obedecían a la lógica monárquica, no a una lógica republicana. Es más, la lógica de un Estado confesional no era posible sino en el fundamento de un autoritarismo que excluía el aporte a la nación de otros valores, de otras interpretaciones de la vida y de la fe. Arrastrado por la constatación de los tiempos, parte del peluconismo terminó aceptando la necesidad de abrirse a la multiconfesionalidad, aunque sin llegar a institucionalizarla.
150 años después, el neopeluconismo concebido por el proyecto pinochetista, tal vez en un giro de pretendida modernidad, acepta la multiconfesionalidad, pero tampoco asume su institucionalización. Ello no debe extrañarnos. A la luz de los tiempos, la valla de la aceptación de la diversidad valórica sigue siendo insalvable para el exclusivismo de nuestros patricios, y la lógica que prima – que es básicamente autoritaria – es que la república chilena es católica. Así lo entiende la clase empresarial y parte significativa de la clase política, es decir, quienes componen una oligarquía que tiene un concepto patricio, una práctica patricia y una lógica patricia.
Allí se presenta su brutal choque con la modernidad en su contexto principal, el espiritual. La modernidad no está en los recursos físicos, en las disponibilidades del progreso material, sino en el ámbito de las ideas, de las prácticas y de la inspiración de un modelo de sociedad y de vida. La modernidad está indisolublemente ligada a las prácticas que se liberan de los sojuzgamientos de conciencia y de la represión de las ideas, sea por la vía que sea. De tal modo que, si la modernidad recuperó desde el pasado griego la idea republicana, fue por su naturaleza ciudadana, donde los componentes de la nación son iguales en derechos y obligaciones, más allá de cual fuere su lugar de nacimiento, de residencia, de casta, o de cuales sean sus valores, sus ideas, sus creencias, etc.
La república, verdaderamente, no es un sistema en el cual se ponga una bandera de reclamación en función de un interés particularizador. Si bien algunos han tomado su nombre para establecer dictaduras, en esencia, más allá del autoengaño o del pretendido engaño a la conciencia civil de la Humanidad, desde los griegos hasta ahora, una dictadura es una dictadura. Así lo han sido las eufemísticamente llamadas “repúblicas populares”, “repúblicas democráticas”, “repúblicas islámicas”, etc. Lo serían incluso una “república atea” o una “república agnóstica” o una “república cristiana”.
La naturaleza del sistema republicano, está en la diversidad que compone el colectivo social o nacional, en el aseguramiento de los derechos ciudadanos y de todos los derechos que permiten el ejercicio de la libertad, en la concurrencia de la más amplia diversidad del pueblo a las cuestiones que son de su interés particular. Está en el reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, está en la separación entre la esfera terrenal - normas y garantías que todos debemos compartir - y las esferas íntimas de las creencias de cada cual – que son obligaciones que debe asumir ante su exclusiva conciencia -.
Pasados casi 20 años, desde que el proceso de democratización superó la realidad de la dictadura, los resabios de ella siguen omnipresentes, impidiendo que la república sea una realidad plena. Institucionalmente sigue primando el concepto tutelar y la idea de la “democracia protegida”, que concibiera el autoritarismo. Los fundamentos constitucionales siguen descansando en bases que subordinan derechos que son propios de un ejercicio republicano, y la tuición patricia y la tuición religiosa siguen sojuzgando libertades que son esenciales y derechos que debieran haber alcanzado su madurez, pero que siguen siendo en muchos casos un esbozo. Nuestra democracia y nuestra república siguen siendo precarias en muchos aspectos, tal vez demasiados.
Hoy se está abriendo debate sobre la necesidad de generar de una buena vez una nueva Constitución Política. Enhorabuena. Sin embargo, para algunos, hay conceptos que tienen solo una variable. Se habla de exclusión solo en términos de la participación política de determinado sector. En realidad la exclusión es una constatación bastante más amplia y que está en los genes de nuestro ordenamiento político, económico y social. Es más: está en la práctica patricia de nuestras élites. La exclusión es política, social, económica, cultural, valórica, religiosa, ética.
Entonces, frente a un nuevo proceso electoral, que se juega con cartas marcadas, y donde lo obvio es lo determinante, y donde se trata solo de dar cumplimiento a los plazos legales contemplados en la Constitución – elegir Presidente, diputados y parte del Senado -, lo lógico es poner en debate aquellas cuestiones que son relevantes para las personas. Si se trata de plantearse como objetivos cierto nivel de cambio constitucional, que estos no estén planteados solo en el ámbito del maquillaje que se funda en la componenda, sino que abramos un debate realmente significativo sobre los temas que ponen coto a las libertades y a la participación. Que sean las cuestiones valóricas, en todo su más amplio espectro, las que marquen la agenda de este proceso electoral.
En ese contexto, abramos el debate sobre qué tipo de república queremos, sobre cuál es la democracia a que aspiramos. Saquemos la discusión de la esfera de las élites de nuestro país, de las castas patricias, y llevemos la discusión a la más amplia base social. Y quienes aspiren a representarnos o dirigirnos, que sean confrontados con los intereses y los valores más variados de nuestra realidad nacional, los que están mucho más allá de las creencias, convicciones y certezas de quienes se presentan una vez más como candidatos. En fin, de una buena vez, hagamos república y un ejercicio realmente democrático.

domingo, 1 de febrero de 2009

Laicismo y ecumenismo en educación




Carlos Leiva Villagrán

Para el laicismo, no basta que el Estado sea neutral en materia religiosa, debe ser prescindente. Esto es particularmente significativo cuando se refiere a la educación de la juventud, plano en el cual el laicismo proclama la necesidad de cautelar el libre desarrollo de la conciencia del niño, esto es, libre de adoctrinamientos y de la acción de grupos de presión. Más válido es esto aún en la educación pública, que es financiada por la ciudadanía en general.
En la etapa de la vida en que se encuentra el educando en la enseñanza básica y media, toda presión religiosa o ideológica atenta en contra de su libre despertar de conciencia, al que la escuela colabora procurándole acceso al conocimiento, preparándolo así para alcanzar un nivel de madurez en libertad y autonomía personal. Por este motivo, el laicismo postula la prescindencia absoluta de doctrinas y signos religiosos en el aula, al tiempo que respalda los esfuerzos institucionales, docentes y financieros por elevar la calidad de la entrega de conocimientos en la formación del alumno.
En Chile, la situación del Estado puede calificarse de "semi confesional" o "no confesional", pero en ningún caso de laica. La actual Constitución Política mantiene la exención de toda clase de contribuciones a los templos religiosos y sus dependencias, y no hace tanto tiempo se ha dictado una Ley de Cultos que reconoce y otorga privilegios a las religiones en general lo que, por cierto, ha permitido a los distintos credos religiosos superar la discriminación de que habían sido históricamente víctimas en relación con la Iglesia Católica. Sin embargo, esta especie de ecumenismo no es laicismo, sino, por el contrario, significa ampliación a todas las religiones de los beneficios que ya tiene la Iglesia Católica. A diferencia de esto, el laicismo implica que toda religión debe ser ajena y externa al Estado.
El carácter no laico de la Educación en nuestro país se hace evidente con la existencia de enseñanza religiosa en las escuelas públicas, así como en los reconocidos intentos de la autoridad eclesiástica por lograr que su asignatura tenga la más alta relevancia en la formación de los jóvenes. Tan escasamente laica, por otra parte, es la conciencia pública en esta materia, que hasta la fecha pocos han objetado una proposición del diputado Maximiano Errázuriz, que se encuentra en trámite en el Congreso, destinada a que el Estado sufrague la erección de capillas de oración en todos los establecimientos educacionales que se construyan en adelante en el país.
A un nivel global, la Iglesia Católica ha dado por finalizada su histórica guerra ideológica con las demás religiones, y ha iniciado una ofensiva mundial revisionista, bajo la dirección del papa Benedicto XVI, contra el laicismo. Con este objeto, la Iglesia ha considerado útil conformar una estrategia ecumenista que una a hombres de distintas religiones, sean cristianos, musulmanes, judíos u otros, en contra de aquellos que pretendan bloquear su acceso al poder político y su pretensión de poner en cuestión las bases que dieron origen a la moderna institucionalidad republicana a partir de la revolución francesa. Esta estrategia papal ecumenista se manifiesta actualmente bajo el confuso rótulo de laicismo positivo, y se materializa, entre otros, en el intento de volver a entronizar la religión en los Estados y en la educación.
Por ello, en nuestro país, aún cuando pareciera que el tema no está a la orden del día en Educación, puesto que, dada la crítica situación actual, el principal énfasis debe estar puesto en la calidad de la enseñanza y en el papel que en ello debe cumplir el Estado, cabe no olvidar que el carácter laico de la educación pública, que está considerado en el proyecto de ley que actualmente se tramita en el Congreso, debe significar prescindencia absoluta de enseñanza religiosa en la educación pública y no neutralidad religiosa ni aceptación del ecumenismo en la escuela.

LA ESTAMPIDA DE LOS FIELES.




Sebastián Jans

Accediendo a la siempre gentil invitación del Rev. David Muñoz Condell, Capellán Evangélico de la Policía de Investigaciones y uno de los intelectuales de mayor connotación de las iglesias evangélicas de nuestro país, concurrí en noviembre último a la presentación del libro “La estampida de los fieles”, de Juan Guillermo Prado, ceremonia organizada por la Fraternidad Ecuménica de Chile, que agrupa a las tres tradiciones cristianas presentes en nuestro país (católica, evangélica y ortodoxa).
En un ambiente fraterno, lo que hace muy estimulante la sensación espiritual de reflexión y convivencia en diversidad, que ocurre entre pastores que se reúnen en un ambiente distendido de iguales – como son los hermanos -, la ceremonia tuvo lugar en las apacibles dependencias de la Iglesia de San Francisco, en el epicentro de la vorágine citadina de Santiago. Caminando por los largos pasillos que bordean el jardín interior del templo, llegamos a un amplio y fresco salón – en la calle la temperatura superaba los 25 grados de un mediodía primaveral – donde se realizó la ceremonia, que contó con la presencia de connotados sacerdotes católicos, importantes pastores evangélicos y significativos miembros de la Iglesia Ortodoxa, además de invitados de diverso interés propio, entre los cuales me encontraba.
Hicieron la presentación del libro el sacerdote jesuita Renato Poblete, el sacerdote ortodoxo George Abed, del Patriarcado de Antioquia, el teólogo bautista Humberto Lagos y el autor. La ceremonia concluyó, como todos los encuentros mensuales de la Fraternidad Ecuménica, en un almuerzo en el segundo piso del antiguo convento, ocasión en que compartí mesa con el pastor presbiteriano Jorge Cárdenas, primer capellán evangélico del Ejército, y un pastor de la Iglesia Anglicana, con quien recordamos la labor realizada por parte de esa iglesia en conjunto con la Iglesia Encuentro con Cristo, ubicada en Plaza Egaña, en la realización de los Encuentros Matrimoniales del Espíritu, liderados por el pastor Eduardo Jacob.
El libro presentado, fue elogiado por el aporte que realiza en cuanto al conocimiento de la evolución en la adhesión demográfica de los chilenos a las distintas confesiones presentes en el país. De hecho, el subtítulo especifica su propósito, aclarando el contenido del lúdico título del libro: “Los censos y la evolución religiosa en Chile”, lo cual lo convierte en un texto único que da cuenta de las variables porcentuales de la adhesión religiosa en nuestro país, desde el censo de 1895, el primero que consulta a los chilenos sobre su vinculación religiosa.
Cada periodo censado está precedido de información sobre eventos ocurridos en el hecho religioso en nuestro país, aportando los datos sobre los episodios que marcan el establecimiento de las distintas confesiones en nuestro país, hasta aquellos episodios que señalan los acontecimientos más significativos que a cada una compete, partiendo con la primera misa realizada en Chile, por el sacerdote Pedro de Valderrama, cuando Hernando de Magallanes toma posesión del Estrecho que lleva su nombre. El último evento que cita, se refiere al establecimiento de su residencia en Chile en 2002, del élder Jeffrey Holland, uno de los 12 apóstoles de la iglesia mormona.
Desde luego, el censo de 1895 es precedido de un listado de eventos desde la conquista hasta ese año, donde parecen haber menos hechos con relación al número de años – del siglo XVI al siglo XIX - , sin embargo, allí se encuentran los eventos que marcan la etapa más dura del establecimiento del derecho a la diversidad religiosa en nuestro país, como por ejemplo la erradicación de los cultos indígenas por parte del conquistador católico; la acción de la Inquisición en nuestro país, cuyo mayor hito es la ejecución de la condena a morir en la hoguera del médico judío Francisco Maldonado de Silva; la autorización de O´Higgins a los no católicos para instalar cementerios propios en Valparaíso y Santiago; la llegada del bautista James Thomson; el primer culto anglicano en Chile, en 1827; así como la labor de los primeros pastores protestantes (Rowland, Trumbull, Gardiner, etc). Así también, da cuenta de otros hechos de importancia espiritual con alcances referidos a la libertades de creencias o libertades de conciencia, como es el establecimiento de la logia masónica “Filantropía Chilena”, que presidiera Manuel Blanco Encalada, y la fundación por parte de cuatro logias de la Gran Logia de Chile, en 1862, organización a la cual el pastor Trumbull estuvo estrechamente ligado.
La importancia de los datos aportados por Juan Guillermo Prado, permiten formarse una clara idea de la evolución de los credos en su influencia sobre sectores de la población chilena, y es interesante confrontar los datos estadísticos que aporta, para entender las tendencias que señalan la opcionalidad religiosa de los chilenos.
Por ejemplo, el censo de 1895 señala que el 99,4 % de los chilenos se declaraba como católico y un 0,54 como evangélico o protestante. Un 0,01% adhería a “religiones del Extremo Oriente” y un 0,03% fue identificado en el oscuro antro de la irreligiosidad: “ateo, sin religión, racionalista”.
El censo de 2002, el último realizado en nuestro país, en tanto, expresa que son católicos un 69.96%, evangélicos 15,14%, testigos de Jehová 1,06%, de religión judaica 0.13%, mormones 0,92%, musulmanes 0,03%, ortodoxos 0,06%, otras religiones 4,39 %, y “ninguna, agnóstico, ateo” 8,3%. De tal suerte que, los tres grupos principales, a través de los cuales se expresa el hecho religioso corresponde a los católicos, las iglesias evangélicas y protestantes, y los que no adhieren a religión alguna.
Desde luego, esperamos que la próxima vez los expertos que definen las alternativas de los censos, tengan la lucidez de considerar que agnóstico, ateo y no estar adherido a un credo en particular, tienen diferencias tan determinantes como la diferenciación realizada entre musulmanes, ortodoxos y mormones, por ejemplo. Es un dato estadístico muy relevante para cualquier estudio de nuestra realidad espiritual, cultural, sociológica y antropológica, saber cuantos ateos, cuantos agnósticos y cuantos creyentes no tienen filiación religiosa.
Recomiendo el libro de Juan Guillermo Prado, que al momento de ponerle su dedicatoria al ejemplar que compré, me miró un tanto sorprendido cuando le respondí “a ninguna”, cuando me preguntó a que Iglesia pertenecía para ponerlo en la dedicatoria. Es un libro respetable en sus antecedentes y alcances.
Posteriormente, he barruntado sobre el título del libro: “La estampida de los fieles”, entendiendo que estampida se refiere a explosión o disparo, o una condición abruptamente huidiza de individuos o grupos, humanos o animales. El prólogo del libro – de Julio Retamal Faverau -, así como el preludio del autor, explican el sentido titular de la obra, que se refiere a la perdida de adhesión de fieles por parte de la Iglesia Católica hacia otro tipo de creencias o hacia el distanciamiento de la religiosidad, como lo destaca el autor, al hablar de “un importante porcentaje de la población que se declara ateo, agnóstico o simplemente alejado de la fe”.
Desde luego, me ha defraudado esa connotación explicativa del título del libro, ya que justifica la elaboración del libro en una preocupación religiosa – que tuvo un carácter hegemónico en el mundo de los fieles, y que sigue expresándose hegemónicamente en muchos contextos -, antes que en la valoración de la diversidad de conciencia que Chile ha venido expresando en su desarrollo republicano, y que le dan un carácter plural que debemos valorar en toda su riqueza, pues potencia uno de los derechos fundamentales de todo ser humano: su libertad de conciencia.